Antes del verano me di cuenta de que X ya no era lo que pretendía ser Twitter. Un lugar donde decir tu opinión, informarse o incluso encontrar gente interesante, un cajón de sastre donde todos tenían cabida y tú eras responsable de tus intereses. Casi sin más.
Pero de un tiempo hacia esta parte, veo cómo X es una burbuja mágica, donde al entrar con el humor que tengas ese día consigue que al cerrar la app tu nivel de estrés y cabreo con el mundo haya crecido inexplicablemente: noticias políticas sesgadas, opiniones extremas del partido de fútbol del sábado, salseo intrusivo, vídeos “humorísticos” donde siempre alguien sale perdiendo, vídeos emotivos y lacrimógenos, declaraciones fuera de contexto… todo apelando a exagerar las emociones.
Es verdad que también puedes escapar del algoritmo y meterte en listas creadas por ti (que es lo mejor), pero siendo realistas… muy poca gente las usa.
Y lo más preocupante es que esto no pasa solo en X. Lo vemos en la calle, en un grupo de WhatsApp o en cenas con amigos: conversaciones que podrían ser normales acaban convertidas en discusiones absurdas, cargadas de malentendidos y de un tono que, en realidad, no aporta nada.
Al mismo tiempo, este verano he llegado a un nivel de hartazgo extremo entre política y fútbol. Un paradigma donde cada vez es más complicado hablar sin discutir (mal). Donde las posiciones extremas nunca se tocan y el objetivo de hablar no es conversar, sino pelear por imponer una verdad con ego y odio.
Esto no es nuevo. Seguramente rinde cuentas al afán de silenciar la opinión mayoritaria y media. Una manera de coartar la libertad de expresión de quien no quiere meterse en peleas y que aborrece a una mayoría que pasa de estos temas, ergo luego no se informa y vive en la inopia mientras otros hacen y deshacen.
A este fenómeno la sociología lo llama espiral del silencio: cuando las personas perciben que su opinión es minoritaria o que puede generar conflicto, prefieren callarse. Y así, poco a poco, el espacio público queda ocupado solo por los más ruidosos o los más radicales.
De ahí se conecta con la polarización afectiva: ya no se trata solo de debatir ideas, sino de rechazar visceralmente al “otro bando”. El adversario político, deportivo o ideológico se convierte en un enemigo común que refuerza la identidad de tu grupo. Resultado: los discursos se extreman, la mayoría calla y lo que debería ser conversación se convierte en confrontación.
Y en todo esto, llega lo que realmente quería decir: hay que ser más amable. No lo somos lo suficiente.
Os propongo un ejercicio: durante los próximos días, intentar pensar en este mantra —“Debo ser amable”—. Repítelo al despertar por la mañana, durante el día antes de una reunión o de hablar con alguien, y al acostarte. Te darás cuenta de que ni los demás ni tú mismo sois tan amables como pensáis… y muchas veces sin motivo aparente. No cuesta nada decir las cosas sin buscar la confrontación, intentar que el otro esté bien también.
👉 Ser amable es bueno para ti. La ciencia lo confirma: la amabilidad activa los circuitos de recompensa del cerebro. Cuando realizamos un acto amable, nuestro cuerpo libera dopamina, oxitocina y endorfinas. Eso reduce los niveles de cortisol (la hormona del estrés) y mejora la salud cardiovascular. Dicho claro: ser amable alarga la vida.
👉 Ser amable es bueno para los demás. Recibir un gesto amable genera el llamado “efecto halo”: la persona no solo se siente mejor, sino que tiende a responder con más confianza y apertura. Piensa en esto: vas caminando por la calle y ves venir a alguien con gesto serio, mandíbula apretada, mirada fija… automáticamente tu cuerpo se tensa. Ahora imagina que, de golpe, esa misma persona te sonríe. Sin darte cuenta, tus hombros se relajan, tu respiración cambia y hasta tu expresión se suaviza. Eso es la amabilidad actuando en tiempo real sobre tu sistema nervioso.
👉 Ser amable nos ha hecho sobrevivir como especie. Durante miles de años, la cooperación ha sido la clave de la supervivencia humana. Los grupos que cuidaban de sus miembros, que compartían alimento o ayudaban a los más débiles, tenían más probabilidades de prosperar. La amabilidad fue (y sigue siendo) una estrategia evolutiva: genera confianza, cohesiona al grupo y evita conflictos innecesarios que podrían poner en riesgo a la comunidad.
Así que, aunque suene naíf en medio de tanto ruido digital y tanto discurso crispado, yo lo tengo claro: ser amable es revolucionario.
